Un último esfuerzo: Capítulo diez

Un último esfuerzo: Capítulo diez

11 May 2015 History & Mythology 0

Luis Robles se había ido a la Ciudad de México. Haciendo buen uso de las conexiones disponibles a través de un pariente que le dio cartas de recomendación, y una carta que logró conseguir de su profesor de Derecho, esperaba obtener una beca que le permitiera vivir cómodamente y de algún modo seguir adelante, de tal manera que la gran ciudad le abriera un camino, asegurándole una posición respetable acorde con sus aspiraciones.

Después de mucho tiempo de espera inútil en el Ministerio y de una persistencia constante con conocidos influyentes que lo recibieron allí, finalmente salió con la ansiada beca que aseguraba su estancia en la capital del país. Iba a clases a veces, y las demás se las saltaba, pero Luis no perdió el sentido del humor con el cambio de escenario, y mucho menos cuando dicho cambio ofrecía un campo más amplio para sus inclinaciones y su carácter.

Aumentó sus relaciones, empezó a asistir a ciertas reuniones sociales, se puso de sombrero de copa y, para darse la mayor importancia posible, ya no se inclinaba a dejar desabotonado su levitón.

Como era apuesto, su nuevo aspecto y su aire suelto y desenvuelto hablaban bien de él. Era amable con quienes trataba y, a los seis meses de haber llegado, se movía por la ciudad como si fuera suya.

Con algunos amigos periodistas jóvenes, había comenzado a frecuentar las redacciones, donde empezó a manejar noticias, primero de forma verbal y luego por escrito. Le había picado el deseo de aparecer en la prensa y esperaba que le pagaran después por lo que ahora ofrecía gratuitamente, ya que sus talentos comenzaban a ser apreciados.

De esto hablaban doña Raimunda y don Hermenegildo una noche en casa de ella. El soltero no estaba visitando a doña Prudencia porque ésta se había enfermado durante el día, y esa tarde una fiebre alta la consumía hasta hacerla delirar. Sin embargo, no parecía ser algo de cuidado, así que como no estaba preocupado, fue a visitar a su amiga doña Raimunda. Está lo molestaba diciendo que lo que tenía doña Prudencia era que estaban planeando la boda.

“¿Planes de boda, ya? No niego que creo estar avanzando. Pero planes de boda, no hay ninguno. Créame, sé lo que le digo.”

“¿Pero por qué no hablas con franqueza? Yo he hablado con doña Prudencia y me ha dicho que no le das a conocer tus intenciones más que con indirectas. ¿Por qué no le dices de una vez por todas que te quieres casar con ella?”

“Señora, porque no me nace, porque no me controlo, porque no tengo valor. Cuando le quiero decir algo, me pongo raro. No lo puedo evitar. Es como si alguien me fuera a matar.”

“Pero esas son cosas de niños, don Hermenegildo. Decídase de una vez.”

“Está bien. Ya voy para allá. Sé lo que digo. Antenoche le recordé que con la boda de Lupita se iba a quedar sola, y que no había mejor ocasión para volver a casarse.”

“¿Y ella?”

“Se sonrió. Es muy buena. ¡Ay! Pero yo no nací para esas cosas, doña Munda. Le aseguro que si todos los hombres fueran como yo, ni la mitad se casaba.”

“Bueno, ya he hablado con usted de esto y me dijo que sería raro que ella le propusiera matrimonio. Eso quiere decir que le toca a usted y que sólo tiene que hablar con ella.”

“Sí. Le prometo que voy a hablarle con franqueza. Pero, ¿qué pensará de mi bravedad? ¡La primera vez que hable claro!”

La atención de los dos visitantes fue atrapada por la llegada a casa de doña Prudencia, de una carroza de la que bajó el médico de cabecera. Poco después vieron que un muchacho que salió de la casa corría por la calle con una botella, y al pasar les informó que iba de prisa a la farmacia porque la señora estaba muy mal.

Don Hermenegildo fue a averiguar lo que pasaba y regresó con la noticia de que la viuda estaba en estado grave.

“¡Ave María!,” exclamó doña Raimunda. “Yo voy para allá.”

Y después de dar unas instrucciones al servicio, se dirigió a casa de su amiga.

El doctor, tras la exploración y la receta, explicó a la familia que la intensidad de la fiebre no era muy tranquilizadora. Recomendó tener gran cuidado de que no se le pasara ninguna dosis del medicamento, y prometiendo volver pronto, se retiró. Doña Raimunda, que salió de ahí muy entrada la noche, atendió a la enferma con verdadero cariño.

Por la mañana, el estado de esta última había empeorado. El médico dijo que convenía prepararse para la eventualidad de su muerte, y la dificultad era encontrar quién le diera la noticia. Doña Raimunda se resignó a la tarea, recurriendo a fórmulas cautelosas, ante las cuales la paciente respondió indicando qué sacerdote quería.

Otra preocupación igualmente grave asaltó a la moribunda Prudencia en esos momentos: Lupita. ¿Qué sería de su hija, joven y sin apoyo materno? Rogó que llamaran a Pancho Vélez y habló con él con voz debilitada por la enfermedad. Él, que en el fondo no era mala persona y que achacaba sus hábitos y vida desordenada a nada más que un defecto de educación, se conmovió con las palabras de la moribunda y, por supuesto, prometió casarse, tras lo cual salió de la casa dispuesto a arreglarlo todo.

Ya en la calle se puso a reflexionar sobre su situación, y le pareció que estaba en una posición fantástica. Había decidido casarse, porque algún día tendría que hacerlo y porque su madre siempre le predicaba sobre lo conveniente del matrimonio. Pero si una noche había fijado la fecha de su boda, fue para no quedarse sin nada que decir. La verdad es que nunca lo había pensado en serio.

Esta vez, la situación se presentaba como ineludible. La enferma quería verlos unidos antes de morir. ¡Pobre señora! Había sido muy buena con él. Y al fin y al cabo, si tenía que casarse, hoy era lo mismo que mañana. ¿Por qué no darle el gusto a la pobre mujer?

Así que al día siguiente se celebró la ceremonia en casa, frente a un altar en el cuarto de la enferma y conforme a su insistencia de querer presenciarla desde su cama.

La boda fue triste y silenciosa. Además del cortejo y los testigos, sólo asistieron doña Raimunda, resoplando por su peso y el calor, don Hermenegildo, con cara de querer llorar, y su vecina Chonita, con una mirada extraña, probablemente tomando notas para su próxima relación con su mecánico.

Doña Prudencia lloraba, y de vez en cuando sus quejidos interrumpían las solemnes palabras del ritual pronunciadas por el sacerdote. Aquella celebración que suele ser motivo de fiesta y alegría tenía, por tanto, el aspecto fúnebre que le daban las circunstancias. Guadalupe estaba conmovida y Pancho Vélez tenía cara de disgusto.

Los padrinos fueron la hermana del joven, pues su madre se excusó con los reumas que la atormentaban, y el hermano de Guadalupe, Manuel, que con su cara hosca y malhumorada y su bigote descuidado, parecía una fiera atrapada en una trampa.

Cuando terminó la ceremonia, la viuda llamó a su hija, y atrayéndola dulcemente hacia sí, se abrazaron, mezclando sus besos con sus sollozos. Todos los presentes en esta escena tuvieron la discreción de salir del cuarto.

Lupita, que había visto aproximarse su boda y el agravamiento del estado de su madre como si no comprendiera lo que significaban ambos acontecimientos, sintió menguar su ser durante la ceremonia. Y al acercarse al lecho de la moribunda, que entre lágrimas aprovechaba para darle caricias más tiernas y efusivas que nunca, con el dolor de pensar que eran las últimas, su corazón de niña, nuevo en emociones fuertes, pareció abrirse a aquella primera lágrima impregnada de hondo dolor, y un torrente de llanto brotó de su rostro joven y hermoso.

Chonita, que venía a darle una cucharada de medicina, interrumpió la escena. Poco después, la novia conversaba con los vecinos en el zaguán, sentada junto a Pancho Vélez, aunque constantemente iba a ver a su madre, junto a cuya cama permaneció casi todo el día el hosco pero sensato Manuel.

Al día siguiente, por la tarde, murió doña Prudencia. Numerosos amigos de la difunta y de Lupita se presentaron en la casa de luto, sin contar algunos amigos de Pancho Vélez, que ya era considerado parte de los dolientes. No faltaron los vecinos. Estaban Chonita, doña Raimunda y su esposo el señor don Felipe, y junto a ellos el cumplido don Hermenegildo.

Los rezos, los chocolates y las conversaciones se sucedieron como en tales casos. Superada la impresión inicial que produce la muerte, los velorios se asemejan a cualquier otro lugar de reunión. Se habla de todo y se ríe. Son pocos los que guardan una circunspección adecuada, y de entre esos estaba naturalmente nuestro cortés don Hermenegildo, que a menudo se quedaba absorto en sus propios pensamientos y que sólo de vez en cuando hablaba en privado y con pausas con el señor don Felipe, que estaba a su lado. Frente a ellos podía verse el cuerpo rígido de la difunta entre cuatro candelabros con sus respectivas velas gruesas ardiendo con melancolía.

Doña Raimunda calculaba con su esposo la probabilidad de que Pancho Vélez heredará los bienes, y el tiempo que tardaría en acabárselos en francachelas, cuando don Hermenegildo los interrumpió diciendo con tono sombrío:

“¿Ve ahora, doña Munda, que tengo razón en decir que soy muy desgraciado?”

“¿Por qué dice eso?”

“Cuando ya volvía a pensar en casarme y estaba a punto de arreglar todo…”

Doña Raimunda se levantó de un brinco, y en cuanto su volumen se lo permitió, salió apresuradamente para poder dar rienda suelta a la risa que le llenaba las mejillas y que contenía con una mano sobre la boca.

Por su parte, el licenciado, entre serio y en broma, se dedicó a consolar al soltero.

“Ya aparecerá otra, don Hermenegildo. El mundo es muy grande.”

“Lo dudo mucho, señor licenciado. La desgracia es mi destino. Créame, sé lo que digo.”

 

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