Un Último Esfuerzo: Capítulo Nueve
Después de varios meses, don Hermenegildo no había avanzado mucho en su plan de rescatar a doña Prudencia de la viudez y escapar él mismo de su largo y lamentable celibato.
En algunas ocasiones, durante visitas con otras personas en casa de doña Raimunda, la viuda recibió del buen caballero uno o dos cumplidos tímidos, que al principio la asombraron, dada la natural gravedad y contención de él. Don Hermenegildo, por su parte, sudaba con cada uno de estos pequeños arrebatos, pero nunca lograba presentar a la viuda una declaración formal debido a la sensibilidad de sus nervios, esos malditos nervios que siempre lo abandonaban cuando intentaba dar un paso hacia el fin de su larga soltería.
No tardó mucho doña Prudencia en descubrir el propósito detrás de todas las frases melosas de su pretendiente. Al principio le pareció un disparate volver a casarse, pero luego empezó a pensar que no sería una cosa tan ridícula, ya que no era una vieja ni don Hermenegildo un espantapájaros.
Dada la buena posición en que se encontraba tras la muerte de su esposo, se dedicaba tranquilamente al cuidado de sus hijos, sin pensar nunca que la llevarían de nuevo al altar. Pero los tímidos avances del escribiente la hicieron darse cuenta de que el fuego juvenil en su corazón no se había extinguido por completo.
Nada podía resolverse, sin embargo, porque el empolvado héroe no utilizaba un lenguaje claro y concreto. Doña Prudencia ansiaba escuchar las palabras que veía luchar por escaparse, pero nadie habría podido adivinar lo que pasaba en su corazón y en el de su modesto pretendiente, salvo doña Raimunda, que conocía el secreto y podía empujarlo para que por fin saliera lo que tantas veces se le había atorado.
Guadalupe no sospechaba nada. Estaba suficientemente ocupada con Pancho Vélez, quien seguía visitándola todas las noches. Se había lucido en varios bailes de salón, mostrando su elegante belleza y acompañada por el conocido donjuán que, se decía, la había elegido decididamente para poner fin a su vida disipada y alocada.
La madre del joven, casi angustiada por sus excesos, había consentido de buen grado el matrimonio con la esperanza de que eso lo aquietara, ya que su falta de moderación estaba dañando su salud, predisponiéndolo a la tuberculosis. Y pensaba que, ya casado, podría heredar algún beneficio que lo salvara de la miseria, ya que no había mucho que esperar, dado su desinterés por el trabajo.
Después de casi un año de visitar la casa, Pancho Vélez aún no había fijado la fecha de la boda. El hermano de Lupita, que conocía el historial de su futuro cuñado y no parecía simpatizar mucho con él, tocó el tema un día.
—¿Y cuándo ha dicho que se van a casar? —le preguntó a su madre.
—No se lo he preguntado.
—Pues hay que decirle que ponga fecha, porque ya el compromiso se está volviendo interminable. ¿Será que quiere burlarse de mi hermana como lo ha hecho con tantas otras?
La seriedad de la observación no pasó desapercibida para su madre, pero ella era incapaz de llevar a cabo una misión que pudiera herir la sensibilidad de aquel distinguido joven.
No obstante, preguntó a Guadalupe si su prometido le había indicado cuándo sería la boda, pero ella estaba tan ignorante del asunto como su madre. Don Hermenegildo encontró una solución a la dificultad cuando, acercándose a Pancho Vélez durante una de sus visitas, le preguntó:
—¿Y cuándo vamos a tomar el chocolate, Panchito?
—Cuando usted guste, don Hermenegildo. Podemos tomarlo hoy mismo, si quiere —respondió él con desenfado.
—Muchas gracias. Pero me refiero al famoso chocolate de boda. Me prometo tomar dos ese día: uno a la salud de Lupita y otro a la tuya. ¿Cuándo será?
—Dentro de tres o cuatro meses… el día de mi santo.
—San Francisco de Borja, ¿verdad?
—Sí, señor.
—Buena idea. Así la celebración tendrá doble motivo. Espero mi invitación. Lupita bien sabe que deseo verla feliz, tanto como tú, que eres el vivo retrato de tu padre. Qué gran hombre, tan caballeroso, tan considerado conmigo. Créeme, sé de lo que hablo.
Este breve diálogo produjo dos impresiones en doña Prudencia: la satisfacción de saber que pronto la muchacha quedaría bien situada, y la tristeza de darse cuenta de que esa hija, de quien nunca se había separado, iba a formar una familia aparte, en una casa diferente a la suya.
La nobleza del sentimiento materno se manifestó con toda su fuerza, y conmovida, estuvo a punto de llorar. Para distraer sus pensamientos, volvió a conversar con don Hermenegildo, quien estaba formulando en su mente una declaración lo suficientemente clara para llevarlo hacia su propio propósito amoroso.