Un último esfuerzo: Capítulo ocho

Un último esfuerzo: Capítulo ocho

6 May 2015 History & Mythology 0

Don Hermenegildo había tenido que esforzarse por escabullirse de Luis Robles cada vez que se lo topaba, para evitar la omnipresente pregunta sobre en qué había quedado su encargo. El solterón aún no había podido encontrar a la señora en condiciones favorables, a veces porque tenía visitas, a veces por alguna otra razón.

Y no estaba seguro del motivo detrás del extraño deseo del joven.

“Es imposible —pensaba— que Luis no entienda que todo se resolverá sin necesidad de que doña Prudencia acceda a que visite la casa para cortejar a su hija. ¿Por qué entonces su impertinente insistencia en que yo le entregue la recomendación lo antes posible?”

Sin duda era sólo uno de esos arranques disparatados de Luis, el atolondrado. Ante la posibilidad de escapar de una situación negativa que ni mejoraba ni empeoraba, quería probar la remota posibilidad de que la señora accediera a su deseo. Así era él: el que no arriesga, no gana.

Luis había asistido a muchos banquetes y otras fiestas sin que nadie lo hubiera invitado, y se la había pasado de lo mejor.

—Eres muy echado pa’lante —le dijo alguien una vez.

—¿Qué? ¿Voy a dejar que los escrúpulos de una monja me impidan hacer lo que quiero? Seguro que si algunos no me invitan es porque no me ven a tiempo. Yo nunca entro a un lugar si sé que no voy a ser bien recibido. Y ni creas que no me lo siguen agradeciendo. He llegado a fiestas que parecían velorios, y me ha tomado un rato cambiar el ambiente. En esos casos soy más útil que los músicos. Un día de estos voy a publicar mis tarifas y empezaré a cobrarle a esa gente.

Don Hermenegildo resolvió tomar al toro por los cuernos. Con mil salvedades y asegurando que conocía bien las muchas virtudes de Lupita, y que hablaba sólo por cumplir un compromiso, le presentó a doña Prudencia la propuesta de Luis. Ella, sin esconderse detrás de flores retóricas ni caminar entre su follaje, dijo…

—¿Pero qué se cree ese tonto? ¿Será que piensa que ya me volví loca o que no sé lo que se trae entre manos? Tú dime.

—No, señora, no. Yo le diré lo que usted me indique, no se me altere. No hago más que cumplir un encargo. Yo ni de aquí ni de allá. Créame, sé lo que digo.

—Muy bien. Entonces dile que mi hija todavía es muy joven para esas cosas. Y aunque fuera más grande, ni en sueños.

El pobre hombre se aferró a la primera parte de la respuesta, la cual adornó en los términos más halagüeños, omitiendo cuidadosamente el resto. Y eso fue exactamente lo que hizo, con el resultado de que Luis, como si la respuesta fuera del todo natural, no se molestó, lo que tranquilizó a don Hermenegildo al ver que no se desencadenó el estallido que temía.

Mientras tanto, por su propio interés, él no dejó de avanzar, visitando con más frecuencia la casa de la viuda, hasta el punto de, vencido por el temblor, atreverse a predecir que algún día, cuando menos lo esperara, se presentaría un pretendiente y se casaría.

A doña Prudencia le divertía la loca idea, y riéndose —con lo cual se le quitaba lo seria y se le añadían años— decía qué tan tonto sería el hombre que se fijara en ella habiendo tantas mujeres en el mundo.

—Pues no lo crea, no lo crea. El día que menos lo piense… créame, sé lo que digo.

Y se pusieron a hablar de otros asuntos.

Sonriendo para sí, doña Raimunda había observado que en sus tertulias don Hermenegildo se mostraba visiblemente más atento y cortés con doña Prudencia, y, satisfecha con ello como si fuera logro suyo, discretamente siguió esforzándose por avivar llamas simpáticas en el ocioso corazón de la viuda y en el casi catatónico del solterón.

Mientras tanto, Lupita seguía siendo tocada por el rocío de los nuevos días que desarrollaban su hermoso cuerpo y acentuaban con osadía su figura. Cada vez más radiante y admirada, su belleza atraía admiradores y envidias femeninas, y hasta el encantado Pancho Vélez hacía sus rondas por la calle, ya fuera en un tilbury de dos ruedas o simplemente montado sobre un hermoso alazán oscuro y brioso. Desde ahí vigilaba a Lupita con insistencia y la saludaba con elegante inclinación de sombrero cuando se cruzaban frente a frente.

Luis Robles, agotando el rico vocabulario que reservaba para estos casos, hervía de celos, temiendo las consecuencias de una rivalidad con alguien tan favorecido por el sexo femenino. En cuanto a Fermín Dorantes, era quien más sufría, al ver que el carácter de su novia no se conmovía ante su férrea fidelidad, y consideraba su conducta con Luis Robles una clara muestra de ello.

El pobre Fermín la quería de verdad, y si bien a veces pensaba en olvidarla ante sus propias carencias, seguía apareciéndose por la calle con la esperanza de que su manera de pensar lograra, poco a poco, penetrar la naturaleza frívola de ella.

¡Cuántos consejos sensatos, cuántos regaños llenos de cariño! Lupita parecía preferirlo y seguía saliendo a las celosías para hablar con él. Pero toleraba a Luis Robles más de lo que él habría querido. Cuando este se acercaba a hablar con ella, ya no siempre se metía a la casa, y a pesar de los esfuerzos de Fermín, en los bailes informales bailaba varios números con Luis.

—Si te gusta más Luis Robles, dímelo de una vez y ya no regreso —le dijo una noche con tristeza.

—¿Pero, hombre, sólo porque baile uno que otro número con él?

—¡Sí! Y porque te ríes de las tonterías que te dice, que es justo lo que él quiere. Y porque te lo he pedido, así nomás.

—¿Tú crees que Luis Robles me va a comer? No sé qué ideas locas te haces. ¿Qué te importa que me hable y baile conmigo si yo sólo te quiero a ti?

—Si me quisieras, harías lo que te he rogado tantas veces.

—Es que creo que estás equivocado.

—Muy bien, ya sabes… o Luis Robles o yo.

—Tú, hombre, tú. No seas tonto.

Pasados unos días, surgieron nuevos motivos de queja y el diálogo anterior se repitió con ligeras variaciones.

—Eres incorregible. Cada día pareces más chamaca —decía Dorantes.

Y así continuaron las cosas hasta que un tercero vino a resolver el conflicto de los enamorados.

Poco a poco, las visitas de Pancho Vélez a la calle se volvieron más frecuentes, y Lupita siempre respondía sus saludos con evidente aprecio, mostrándose tan interesada como con cualquiera de sus dos antiguos pretendientes. Un día, al anochecer, luego de que Vélez pasara varias veces a caballo, se acercó a la ventana donde estaba sentada la joven, e hizo que el animal pusiera las patas delanteras sobre la acera, entablando una conversación de media hora con ella a la vista de Robles, que ya estaba en la esquina, y de Dorantes, que llegó después. Doña Prudencia, que hizo una breve aparición, saludó con atención a Pancho Vélez, sumándose amablemente a la charla.

Esta escena, que se repitió con frecuencia, hizo que los otros dos se marcharan a otros rumbos, ya sin ganas de seguir desempeñando sus papeles de rechazados: Fermín Dorantes, verdaderamente abatido por haber perdido la esperanza de un amor que dominaba su ser; y Luis Robles, jurando estar convencido de que a Lupita lo que más le gustaba eran los hombres que andaban siempre a caballo.

—Voy a pedir un jamelgo viejo de esos que usan para acarrear agua en la finca de mi padre, a ver si logro destronar a Pancho Vélez.

 

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